octubre 21, 2012

El mundo de los adultos

Recuerdo que no hace muchos meses mi amigo Diego compartió conmigo una de tantas otras reflexiones, de esas que antes podíamos intercambiar más a menudo, antes de que se marchase a hacer el doctorado a otro país en parte por convencimiento y gusto y en parte por falta de alternativas en este país de pandereta.

Me comentaba que cuando era niño no tenía miedo al subir en avión porque tenía plena confianza en ese flamante "mundo de los adultos", responsable y serio, que se ocupaba del funcionamiento de la máquina. Las cosas no podían fallar porque, al fin y al cabo, eran adultos que sabían lo que hacían.  

Años después, mi amigo se enfrenta a una creciente sensación de desasosiego cada vez que tiene que pasar por un aeropuerto. Y es que poco a poco ha ido descubriendo que no es oro todo lo que reluce, y ese tinglado tan bien montado con el que tenían ganada nuestra confianza infantil, no es más que un gran timo. Él no sabría todavía lo revelador que sería ese pequeño apunte para mí en estos días. 

Crecer tiene ventajas (tu madre no escoge tu ropa, puedes decidir qué quieres desayunar, puedes recorrer mundo...) pero también inconvenientes. Y gordos. Uno de ellos es precisamente caer en la cuenta de que el mundo de los adultos no es más que la evolución cronológica de las virtudes y defectos humanos, más arraigados incluso. El que tenía dos dedos de frente, los seguirá teniendo y el que no... tendrá que esforzarse más por disimularlo. O ni siquiera. 

Los temores de Diego no eran infundados, no responden más que a la triste evidencia: los adultos somos igual de torpes, igual de indecisos, igual de chapuceros, igual de cobardes. No somos mejores por ser adultos, es una cuestión de aceptarlo y hacer lo que se pueda por resolver los claros y oscuros con los que cargamos cada uno. Y sobre todo, luchar día a día contra la arrogancia de ser adulto.

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