octubre 27, 2012

kız kardeş


Teníamos diez años menos, algunos pájaros más en la cabeza y, hasta donde yo recuerdo, la misma complicidad que ahora reaparece cada vez que conseguimos alinearnos en algún punto del mundo.

Te recuerdo con tus ojos negros, un poco rasgados, las pestañas más negras todavía, con rímel hasta en el más mínimo tramo de su recorrido. Tu sudadera verde y tu riñonera, los pendientes largos y el suave tintineo de las las pulseras que no podían dejar de acompañarte a donde quiera que fueras. 

Juntas recorrimos la ciudad, subimos los 303 escalones del Castillo de Heidelberg, compartimos cafés y puntos de vista, mientras aprendía sin querer a trazar mis primeros esbozos sintácticos en esa condenada lengua a la que tanto aprecio tengo ahora. Los géneros siempre eran un problema para mí y el subjuntivo tu pesadilla; pero te reías conmigo de nuestro Espeutsch y poco a poco llegamos a entendernos, incluso sin palabras.

Después la primavera en Santiago. Justo cuando pensabas que el sol mediterráneo hacia el que peregrinaban los kartoffel en Mallorca cada verano se extendía a toda la península, la lluvia te cogió por sorpresa y sin paraguas (como debe ser). Pero conseguiste apreciar el hermoso color plateado de la ciudad bajo su encanto. Como sueles decir eres "una chica del Norte", por más Sur que corra por tus venas, y aprendiste a amar este verde y este mar. 

Como yo tuve la oportunidad de ahondar en tus raíces, viajando juntas aquel agosto en una improvisada aventura turca digna de todas las veces que la memoria nos ha hecho remontarnos a ella y sonreír. Entonces comprendí el origen de esa mirada firme y segura, apuntando ya la mujer en la que ahora te has convertido, valiente y noble. La carcajada brotando descarada y franca como los manantiales de Bursa. Tu serenidad en las inolvidables noches de compartir sueños y planes delante de dos vasos de çay. Supe que eras y serías siempre alguien importante en mi vida.


Diez años después, con algunos pájaros menos -o no- en la cabeza y algunas vivencias más, vuelves a mi Norte. Y no puedo ni cocinarte una buena tortilla de patata, porque invierto las ocho horas que están mandadas en este intento de aterrizar en la vida adulta en los próximos meses... esa que ya dominabas prácticamente sin saberlo hace casi diez años. Aunque en el fondo, en el fondo de esos ojos negros siga corriendo, libre y despreocupada, el agua de la montaña y la brisa del Bósforo.



octubre 21, 2012

El mundo de los adultos

Recuerdo que no hace muchos meses mi amigo Diego compartió conmigo una de tantas otras reflexiones, de esas que antes podíamos intercambiar más a menudo, antes de que se marchase a hacer el doctorado a otro país en parte por convencimiento y gusto y en parte por falta de alternativas en este país de pandereta.

Me comentaba que cuando era niño no tenía miedo al subir en avión porque tenía plena confianza en ese flamante "mundo de los adultos", responsable y serio, que se ocupaba del funcionamiento de la máquina. Las cosas no podían fallar porque, al fin y al cabo, eran adultos que sabían lo que hacían.  

Años después, mi amigo se enfrenta a una creciente sensación de desasosiego cada vez que tiene que pasar por un aeropuerto. Y es que poco a poco ha ido descubriendo que no es oro todo lo que reluce, y ese tinglado tan bien montado con el que tenían ganada nuestra confianza infantil, no es más que un gran timo. Él no sabría todavía lo revelador que sería ese pequeño apunte para mí en estos días. 

Crecer tiene ventajas (tu madre no escoge tu ropa, puedes decidir qué quieres desayunar, puedes recorrer mundo...) pero también inconvenientes. Y gordos. Uno de ellos es precisamente caer en la cuenta de que el mundo de los adultos no es más que la evolución cronológica de las virtudes y defectos humanos, más arraigados incluso. El que tenía dos dedos de frente, los seguirá teniendo y el que no... tendrá que esforzarse más por disimularlo. O ni siquiera. 

Los temores de Diego no eran infundados, no responden más que a la triste evidencia: los adultos somos igual de torpes, igual de indecisos, igual de chapuceros, igual de cobardes. No somos mejores por ser adultos, es una cuestión de aceptarlo y hacer lo que se pueda por resolver los claros y oscuros con los que cargamos cada uno. Y sobre todo, luchar día a día contra la arrogancia de ser adulto.

octubre 07, 2012

esa delgada línea

No sé que empeño tienen muchos representantes políticos en abrumarnos con su torpeza.

En cierto modo creo que los ciudadanos nos hemos ya acostumbrado a escuchar desafortunadas intervenciones "fuera" o, cada vez más a menudo, "dentro" de micro. Sin embargo, resulta bochornoso que esa fiebre extraña que ataca al político y le lleva a creerse en posesión de la verdad y con el deber de iluminar al pueblo, pobre ignorante, se meta últimamente en terrenos tan como el respeto a la integridad de las personas, en este caso en el terreno de la sexualidad.

Si hace unos meses gran parte del mundo -la otra parte aplaudía desde su cueva- se llevaba las manos a la cabeza por las declaraciones del senador Atkin sobre los supuestos "mecanismos con los que cuenta el cuerpo de la mujer para evitar el embarazo en caso de violación si esta no es consentida", esta semana me doy de bruces contra una nueva joya, esta vez, por parte del ya ex-Presidente del Consejo de Emigración, el ¿señor? Bragaña.

 "Las mujeres son como las leyes, están para violarlas". 

Dice.

Y yo, y la mitad que está fuera de la cueva y no caza mamuts, nos preguntamos qué ha podido pasar por la cabeza de este individuo para hacer tales declaraciones públicamente. Porque, sin entrar ya a comentar el tipo de pensamiento que estas evidencian, y que entiendo que a todos nos resulta obvio, en la intimidad de su cueva puede hacer todas las pinturas rupestres que le parezca y regodearse en su neanderthalidad. Pero lo mínimo que se pide a una figura pública es que sus formas no delaten de manera tan grosera lo que un traje y un par de instrucciones de unos asesores pueden disimular. Siempre recuerdo esa sabia frase que recomienda no atribuir a la maldad lo que puede atribuirse a la estupidez, pero a veces la frivolidad con la que nos sorprenden algunos resulta  ciertamente difícil de interpretar. Se trata de esa delgada línea que separa lo necio de lo ruin.

Ya a título más personal, me pregunto si le gustaría al señor Bragaña que le introdujesen un palo por el recto. Porque los palos, señores, están para eso, todo el mundo lo sabe. Se encuentran a disposición de los honrados ciudadanos que de vez en cuando, se sienten avergonzados de la calaña política que nos inunda.